domingo, 9 de diciembre de 2012

EL COMIENZO DE UNA HISTORIA DE ESPANTO Y MISTERIO.


Una mañana, siendo yo muy niño, me mandaron a Dosbokas a comprar cosas en la tienda. Cuando llegué a la plaza del pueblito, estaban metiendo preso en el cepo a un señor. Por mirar ese asunto me demoré un poco y cuando llegué a la casa, por la demora, mi mamá me dio una pela con ramas de escobilla. En esos días mi mamá permanecía de muy malas pulgas, cada rato discutía fuertemente con mi abuelo, por la salud de mi abuela, y con frecuencia a nosotros, sus hijos, nos pegaba. Ese mismo día, como a medio día, mis hermanos salieron de pelea, mi mamá estaba recogiendo café, oyó los gritos de mis hermanos y se vino preparada con las escobillas; a todos nos dio una pela. Yo estaba barriendo el chiquero y llevé la peor parte, sin haber participado en la pelea de mis hermanos.  Por la tardecita, ella estaba pilando arroz y yo trayendo agua de la quebrada; llegando a la casa, cargado con una lata llena de agua, sin culpa pisé y aplasté un pollito. La aplastada de ese pollito me costó la tercera y más fuerte pela de ese día. La lata de agua se regó en el suelo, yo caí y me embarré con lodo revuelto con bagazo de arroz.
Después de darme la pela, mi mamá me dijo que botara el pollito muerto y fuera a la quebrada a bañarme. Me ardía mucho la espalda por los escobillazos a lomo pelao que me había dado mi mamá.
El verano había comenzado, la quebrada estaba bajita. Cerca de la casa, la quebrada hacía un rincón; allí había un lugar profundo que nunca se secaba, conocido como “la poza de la Ceiba”. En ese sitio, debido a la profundidad, el agua de la quebrada se mantenía quieta, limpia y era el lugar donde yo iba a buscar el agua para los gastos de la casa. Alrededor, el sitio estaba rodeado de árboles grandes que le daban sombra permanente. Esa tardecita, cuando yo llegué a bañarme, el lugar estaba bastante oscuro. Yo llevaba una totuma y jabón para bañarme; dejé el jabón en la raíz de un árbol, y con ardor y frío me metí en el  agua hasta que me dio a las rodillas. Cuando empecé a bañarme, el ardor que sentí en todo el cuerpo fue terrible; la espalda me dolió más que con las tres pelas de ese día. Lloré un poco por el ardor que me dio cuando me mojé con la primera totumada de agua, luego di la vuelta para coger el jabón. Cuando di la vuelta, un poco más arriba de donde estaba el jabón vi un hombre alto, blanco, vestido con una sotana blanca, resplandeciente. Sorprendido me quedé mirándolo, sin decir nada. Él dijo: “Báñate rápido Rejugao. Ya es casi de noche.” Su voz me inspiró confianza, tomé el jabón y hablando con él me seguí bañando aceleradamente. Le pregunté su nombre, me dijo que se llamaba Dámaso Merlengo, y añadió que era cura. En ese momento oí los gritos de mi mamá, llamándome desde la casa. Salí del agua; antes de irme, el cura dijo que quería ayudarme y ser mi amigo sin que nadie lo supiera, y me pidió que regresara allí el día siguiente en la tarde, un poco más temprano.
El día siguiente, cuando llegué a la quebrada era bastante temprano e hice con el jabón lo mismo que la tarde anterior. El agua no me produjo tanto ardor, y no le quitaba la vista a la subida de la quebrada, pendiente de la llegada del cura. De repente miré hacia la otra orilla de la quebrada, que también tenía camino para bajar y muchos árboles en su alrededor, y allí, en la otra orilla, cerquita del agua, estaba el cura Dámaso acompañado de una persona cuyo aspecto me pareció raro y difícil de saber si era hombre o mujer. En el momento recordé que mi abuelo me había explicado que los maricas eran hombres que parecían mujeres.
El acompañante de Dámaso, por su cabello largo y nada de barba, me dio a pensar que era un marica. También me pareció raro el ropaje resplandeciente de los dos y que no tenían pies ni se apoyaban en el suelo. A los dos los miraba de arriba abajo sin decir nada. Dámaso dijo: “Él es mi amigo. Se  llama  Sanapa.” Yo pregunté: ¿Por qué ustedes no tienen pies y se ven tan raros? Sanapa respondió: “Porque nosotros ser yolujas.” ¿Qué es yolujas?, pregunté yo, pensando que quería decir maricas. Dámaso me explicó que yolujas quería decir espíritus en el idioma de su amigo.
Sanapa añadió: “Nosotros ser espíritus Sí. Nunca hacer daño ni lastimar.” Sanapa hablaba raro pero yo le entendía. Mi tío, mamando gallo, a veces hablaba así. Le pregunté: ¿Qué es un espíritu Sí? Él respondió que lo contrario a un espíritu Nó. Dámaso se dio cuenta que yo no había entendido. Me explicó que en el lenguaje de ellos, el  Sí y el Nó reemplazaban a muchas palabras. Añadió que un espíritu Sí era un espíritu bueno. Y que un espíritu Nó, era un espíritu malo. Después me tomó tiempo entender y hablar con ellos ese modo de lenguaje. Creo que la mejor forma de entenderlo es asumiendo que Sí, quiere decir positivo, verdadero, bueno, adecuado, logrado y un sinnúmero de palabras de resultados buenos o positivos. La palabra Nó, debe interpretarse como todo lo contrario de Sí. Sin embargo, para facilitar el entendimiento de esta historia, traduciré y reemplazaré el uso de esas palabras con las mías.
Otro detalle que me parecía raro, cuando empecé a hablar con ellos, era que de alguna manera lo que hablábamos me parecía que lo estuviera soñando.
Esa tarde ellos me aclararon, totalmente, que eran espíritus de hombres muertos y que querían ser buenos amigos míos. Yo les respondí que si ellos eran buenos conmigo, a mí no me importaba que estuvieran muertos. Esa fue una decisión rápida, pero acertada, pues mis dos amigos muertos resultaron ser mucho más buenos amigos que mis posteriores amigos vivos. Ese día me arreglaron con palabras Sí, para que mientras yo fuera niño no le contara a nadie de mi amistad con ellos; este asunto es difícil explicarlo, la forma que usaron fue espíritu virtuosa y eso se graba en la mente pero el modo no es compatible con palabras normales.

En ese tiempo, la situación en la casa de mi abuelo era complicada. Mi abuela, prácticamente, estaba loca. Ella en esos días había ido a Dosbokas a buscar a los ‘chirrincheros’, unos funcionarios del gobierno departamental que andaban a caballo y se paraban en las lomas a oler el viento, tratando de descubrir los cultivos clandestinos de tabaco y las destiladoras ilegales de ron ‘chirrinche’.
Por suerte, la ‘vieja loca’, ese día no pudo convencer a los chirrincheros de que mi abuelo, en un rincón de su finquita, tenía un sembrado de tabaco. Pero les había dicho la verdad y en esa época cultivar tabaco era un delito que daba cárcel; y mi abuelo lo hacía porque era con lo único que ganaba algo de platica, pero él era un señor que tenía fama de honrado y se mantenía muy nervioso por ese riesgo y molesto por los problemas que le causaba mi abuela con sus locuras.
Mi mamá, en el último parto había quedado muy mal de salud. Tenía paludismo. Y mi papá, desde que ellos se separaron, nunca nos ayudó; a ella le tocaba trabajar con dureza en la finquita de mi abuelo y vender cosas para emparapetar los gastos de nosotros. Además, mi hermano menor era muy enfermizo y con frecuencia la hacía trasnochar.
Ese año, cuando empezó el invierno, mi mamá y mi abuelo hicieron a medias un cultivo de arroz. En la región había mucho yolofo, unos pájaros que arrancaban y se comían el arroz recién sembrado, por lo que era necesario pajarearlo hasta que estuviera grandecito.
Me pusieron a pajarear el arroz. Ese trabajo era, todos los días, desde antes de amanecer hasta que oscurecía. Entonces no me quedaba tiempo para ir a la poza de la Ceiba, y por eso duré varios días sin ver a mis amigos espíritus.
Ellos no llegaban a la casa porque los perros los veían y aullaban y los pavos se espantaban y mi abuelo gritaba groserías para que los animales se callaran. Para mis amigos espíritus, las groserías eran palabras Nó, y con decirlas los hacían retirar.
Mi amistad con ellos iba muy bien, me estaban enseñando muchas cosas. El problema para vernos era que tenía que ser en la sombra, porque ellos no soportaban el más mínimo rayo de sol. De noche, yo no salía de la casa porque les tenía mucho miedo a las culebras debido a que una mapaná, una noche, había matado con su mordedura a una niña que estaba jugando con mis hermanos. La niña se llamaba Teresa, un tío de ella era amigo de mi familia y llevaba a su sobrina para que jugara con nosotros. Esa vez era casi de noche cuando la niña, jugando al escondido con mis hermanos, se escondió en el pie de un palo de coco, allí estaba la culebra y la mordió. La culebra se escapó  y la niña murió esa misma noche.
En el cultivo de arroz, mi abuelo hizo una enramada de palmas para protegernos del sol y la lluvia. Estando yo de pajarero, una tarde cayó un aguacero con sueste y truenera. Después siguió una llovizna y una oscurana que parecía que fuera casi de noche. Cuando empezó la tempestad, yo me subí a una mesa de palos que había en la enramada, me acosté en ella y me tapé de pies a cabeza con palmas y con unos trapos viejos que había llevado mi abuelo para hacer un espantapájaros.
El sueste, con remolinos de viento, le sacó varias palmas a la enramada y se llevó casi todas las que yo tenía encima, pero no me mojé. Los truenos no duraron todo el aguacero, pero hacían temblar la tierra y me asustaron mucho. En toda mi vida nunca pude vencer el miedo a los truenos. Esa tarde dejó de tronar y siguió lloviendo duro. Yo sabía que mientras estuviera lloviendo, los pájaros no le podían hacer daño al cultivo de arroz. Seguí acostado, tapado con las palmas, y de vez en cuando sacaba la cabeza y daba un vistazo para ver como iba el aguacero.  Luego, la lluvia se convirtió en llovizna, el cielo estaba oscuro, parecía que fuera casi de noche, pero yo sabía que era temprano. Seguí acostado, el sonido de la llovizna me hizo dar sueño; me estaba quedando dormido y de repente abrí los ojos porque me pareció haber oído el aleteo que hacían los pájaros cuando se espantaban; me levanté, miré el terreno y, efectivamente, era que mis amigos, Dámaso y Sanapa, habían espantado los pájaros. Ahora los dos estaban parados adentro de la enramada, cerca de donde yo estaba. Cuando los vi, me puse muy contento, corrí a abrazarlos, pero mis brazos no abrazaban nada, ellos no tenían cuerpo. Dámaso lamentaba no poder abrazarnos, Sanapa sonreía.
Esa tarde los pájaros no regresaron. Hablando con mis amigos, el tiempo se fue rápido. En la charla me explicaron que los dos no pesaban nada, y me dijeron que si yo aceptaba llevarlos en mi cuerpo, ellos podían acompañarme a todas partes a donde yo fuera. Debido a mi corta edad y a que mi entendimiento y capacidad de analizar las cosas eran escasos, les respondí que no sabía si podía hacer eso, que de pronto mi mamá se fuera a dar cuenta y me pegara una pela. Dámaso sugirió que ensayáramos poco a poco, que si había problemas los arreglábamos en armonía o cortábamos el asunto. Sanapa me explicó que ellos no podían salir de la sombra cuando el sol estaba caliente. Poco antes de irme para la casa, hicimos un pequeño ensayo; los dos espíritus entraron a mi cuerpo, pero no tomaron el dominio. Antes de despedirnos quedamos en que yo iría por la mañanita a la poza de la Ceiba a buscarlos.
Esa mañana, cuando fui por ellos, los dos espíritus se comprometieron entre sí a que siempre entrarían y saldrían juntos de mi cuerpo. No entendí el motivo de ese compromiso y no le di mayor importancia, pero ellos lo mantuvieron por varias décadas y, mucho tiempo después, tuve que intervenir yo para poder disolverlo.
Al comienzo, la mayor dificultad para entendernos era el idioma. Sanapa decía muchas cosas con pocas palabras y siempre usaba los verbos en infinitivo: yo pensar, yo esperar, tú poder, él decir…, y también a veces ‘infinitaba’ algunas palabras que no eran verbos; por ejemplo, cuando el día amanecía muy oscuro decía: “Hoy tiempar lluvia.” Dámaso hablaba una mezcla de español con italiano y latín. Por mi parte, yo hablaba español con una mezcolanza de dialecto costeño con antioqueño, ya que mi abuelo era antioqueño y mi abuela costeña. Pero, desde el comienzo, hicimos un ambiente de buena amistad y poco a poco nos fuimos entendiendo.
Hablábamos adentro de mi cabeza, espiritualmente, sin voz, como cuando uno está pensando o leyendo algo sin decir las palabras. Y así, poco a poco, nos engranamos y me fui convirtiendo en un cuerpo con tres espíritus. Mis amigos espíritus, solos, no podían andar a la luz del sol, pero, dentro de mi cuerpo, era como si reencarnaran y no tenían problema de luz ni de nada.
Desde el comienzo, mi alianza con los dos espíritus resultó simbiótica. Para mis amigos esa alianza era como una reencarnación pues, con mi cuerpo y mis sentidos, yo les facilitaba que pudieran ver y sentir el mundo del presente, cosa que no habían hecho en más de cuatro siglos. En compensación, ellos, con sus poderes y sabidurías, me cuidaban y me enseñaban. A veces, ellos me invitaban a su tiempo pasado pero yo no me sentía preparado para ir tan lejos.
En mi casa yo era gran trabajador y el único que no ponía problema para comer lo que hubiera. Mi abuelo creía que yo tenía la solitaria porque comía mucho y no engordaba. Me dio un purgante, según él, para que la botara, pero con eso lo que hizo fue abrirme un poco más el apetito. Pasé de comerme dos, a tres totumadas de mazamorra de maíz en el desayuno y, además, reforzaba el almuerzo y la cena.
Desde que empecé a cargar los espíritus, mis acciones empezaron a impresionar a mi familia y a los vecinos. Una tarde, estando yo muy peludo, mi abuelo me mandó a donde un vecino a prestar unas tijeras para motilarme. Cuando llegué a la casa del vecino él estaba con otro vecino suyo cortando con hacha un enorme palo de jobo, ubicado a un lado de su casa. Para que el jobo no hiciera daño al caer, ellos lo habían amarrado con una soga a un palo de mango, ubicado en sentido opuesto a la inclinación del palo de jobo. Debido al reparto de las ramas y a la inclinación del jobo, era imposible que el palo cayera en la dirección que lo tenían amarrado. Y mientras uno de ellos le daba hacha para cortarlo, el otro con toda la gente que vivía en la casa lo jalaban con otra soga para que cayera hacia un lugar que habían preparado. La casa estaba al pie de una lomita y rodeada de mucha vegetación, por lo que la brisa allí casi no se sentía. Yo llegué, saludé y me quedé mirando el agite que había con el palo jobo. De mí ya se comentaban cosas raras, de repente el vecino dejó de hachar y me preguntó que hacia qué lugar creía yo que iba a caer el palo. Los dos espíritus estaban conmigo, yo sabía que Sanapa era experto en tumbada de árboles; mirando las ramas del enorme jobo me retiré un poco para consultarle el asunto. La respuesta que dí les causó sorpresa a todos. Dije que por el corte inclinado que le habían hecho, el palo iba a partir la soga que lo ataba al mango y que caería sobre el chiquero y gran parte del pañol.
El pañol era grande y estaba casi lleno de maíz. El chiquero estaba lleno de cerdos, la mayoría pequeñitos. El vecino no creyó lo que yo dije, pero le hizo caso a su mujer cuando le dijo que sacara los cerdos del chiquero. El jobo estaba casi trozado y no caía, de repente hubo una brisa fuerte, se partió la soga que lo ataba al mango y el palo cayó tal como yo había dicho. El pañol no quedó tan dañado, pero el chiquero fue totalmente destruido. Sin embargo, al vecino lo único que le importaba era que el árbol no le había dañado su casa. Estaba contento, dijo que yo era adivino y había salvado sus cerdos, como recompensa me dio un cerdito pero yo lo dejé. El otro vecino me dijo que el día siguiente iban a tumbar un palo de balsa que estaba en el patio de su casa. Añadió que el palo estaba un poco inclinado hacia su casa y que si caía en esa dirección la destruiría.
Por la mañanita del día siguiente, los vecinos fueron a la casa de mi abuelo a buscarme. La tarde anterior, cuando mi abuelo me estaba motilando, yo le había contado que el vecino había cortado el palo grande de jobo que estaba en el patio de su casa y que había caído en el chiquero y lo había aplastado. Le había contado eso para justificar la demora cuando fui a buscar las tijeras, pero mi costumbre era no decir nada de lo que me ocurría. Esa mañanita, los vecinos le contaron a mi abuelo todo lo ocurrido en la tumbada del jobo. Le aseguraron que yo tenía ‘secreto’ para hacer que la brisa tumbara los palos en la dirección que quisiera. Hablaron con mi mamá para que me dejara ir a la casa del otro vecino, para que les dijera cómo hacerle el corte al palo de balsa y les ayudara con la brisa, para que el árbol no cayera encima de la casa.
Los espíritus no se quedaban conmigo en la casa de mi abuelo. Esa mañana ellos estaban en su escondite, en el rincón de la poza. Fui corriendo a traerlos. En esa época, las conchas de balsa las usaban de tendido para secar arroz, café y para muchas cosas; mi abuelo dijo que necesitaba una concha de balsa y que se iría con nosotros para sacarla del palo que iban a tumbar los vecinos. Yo de rapidez le había explicado el asunto a Sanapa, él me había dicho que necesitaba ver con mis ojos el palo de balsa para poder decirme lo que había que hacer.
En la casa nos habíamos demorado desayunando, llegamos un poco tarde a la casa del vecino, era verano y la brisa en esa casa sí soplaba fuerte. El palo de balsa era grueso y mucho más alto que el jobo que habían tumbado el día antes los vecinos. Estaba bastante inclinado hacia el único cuarto que tenía la casa, y casi en sentido contrario a su inclinación quedaba el único lugar para donde podía caer sin hacer daño. A simple vista parecía imposible tumbarlo sin que cayera encima de la casa. Sanapa, luego de mirar el árbol, me dijo que para que cayera hacia el lado requerido había que tumbarlo de madrugada, cuando cambiaba de dirección la brisa, ya que en el resto del día el viento soplaba en sentido contrario al que debía caer el palo. Y también me dijo la forma en que debían cortar el árbol, cosa que les marqué con tiza y les expliqué el orden en que debían hacer los cortes para que fueran efectivos. Añadí que al palo había que tumbarlo de madrugada, que era cuando la brisa iba a favor. Esa día, ellos en tono serio me pidieron que les ayudara con la brisa y, autorizado por Sanapa, les respondí que contaran con ella.
En la madrugada siguiente, los vecinos hicieron el trabajo como yo les había indicado. En el momento justo, de repente, a favor sopló una brisa fuertísima y el enorme palo de balsa cayó en el lugar indicado. Ellos como que quedaron muy sorprendidos con la ayuda de la brisa, pues el mismo día que tumbaron el árbol fueron a mi casa a darme las gracias.
En mi casa, de noche, yo era el primero en acostarme. Me levantaba antes de amanecer; durante todo el día cuando no estaba trabajando estaba estudiando, casi siempre aritmética. Cuando salía a hacer alguna diligencia siempre iba con los espíritus, y charlaba muy poco con la gente de la casa, cosa que tal vez les causaba suspicacia, pues yo notaba que mi familia a toda hora me vigilaba.
Mi abuela, poco a poco se agravó. Desde mucho antes no comía carne y casi no comía nada. Todo le parecía pecado, se mantenía diciendo cosas de la Biblia, se puso flaquita y, según los comentarios, murió de anemia. El día que ella murió, el único de la familia que no lloró su muerte fui yo. Ella con frecuencia se enojaba conmigo y me regañaba porque yo comía lo que fuera y, para empeorar las cosas, mis consumos eran en cantidades que mi abuela consideraba como industriales. Y, quizá porque yo la iba muy bien con mi abuelo, fue muy poco el trato de los dos, pero ni la quería ni la odiaba. El día de su muerte no sentí ganas de llorar y no lloré, pero el llanto de mi mamá me causó mucha tristeza.
Mi mamá seguía muy enferma, pero ella siempre había estado pendiente de mi abuela y fue la que más sintió su muerte. En ese entonces, yo estaba grandecito, le ayudaba a mi mamá en todo lo que podía y hacía todo lo posible para que ella se aliviara. Después del velorio, los dos rezábamos antes de yo acostarme, según ella, para que Dios nos ayudara y se llevara a mi abuela para el cielo.
Mis amigos espíritus no mostraban interés ni preocupación en los problemas o necesidades mías; eran mis buenos maestros y me protegían pero por sí mismos no me hacían ninguna ayuda material. Cuando estaban por fuera de mi cuerpo, me parecía que no tenían uso de razón ni sentimientos y que eran inmutables. Mientras yo fui niño, ellos nunca me hablaron del tesoro y, como ni siquiera tenían cuerpo, yo creía que no poseían cosa material que pudieran dar.  
Por mucho tiempo, las enfermedades fueron en mi casa una mina de gastos. Todo se iba en remedios, casi no teníamos ropa ni calzado. Mi tía Josefa con frecuencia decía que nos habían salado, y un día trajo a la casa a una señora para que sacara la brujería que creía que nos habían echado. La señora llegaba a Dosbokas casi todos los veranos, era conocida como La Gitana, y se las daba de ser especialista en curar maleficios. Ese día, cuando llegó La Gitana, yo no estaba en la casa. Según los relatos que luego hizo mi familia, La Gitana ese día desenterró varias cosas raras del patio de la casa. Además, debajo de un nido de gallinas encontró un cinturón que se le había perdido a mi abuelo hacía mucho tiempo. Lo raro del asunto era que el cinturón tenía señas de haber sido usado por una persona más delgada que mi abuelo y ninguno de los de la casa dio la talla en el hoyo usado que marcaba la hebilla en la correa. Ese detalle me causó curiosidad; después, en secreto seguí investigando el asunto y descubrí que mi difunta abuela sí daba la talla que marcaba la hebilla en el cinturón. No revelé el descubrimiento pero quedé convencido de que ella, por su locura, había sido la responsable de la pérdida de la correa de mi abuelo.
En ese tiempo mi tía estaba muy preocupada porque tenía un novio y creía que, si la casa estaba salada, se le podían salar sus amores. Hablando de ese asunto, La Gitana le dijo que ella era experta en asegurar novios; que le podía garantizar ese ‘trabajo’, pero que era un poco costoso porque había que mojarle todo el cuerpo con agua de alhucema, mezclada con secretos y otras cosas que eran caras.
Todo el capital económico de mi tía eran dos gallinas que había creado y un cerdito que le había regalado su novio. Con las dos gallinas le pagó ese día a La Gitana la supuesta limpiada de brujería de la casa. El trabajo de asegurada del novio lo aplazaron para el martes de la semana siguiente. Lo mínimo que aceptó La Gitana por hacer ese trabajo fue el cerdito de mi tía y una docena de huevos; en ese precio se pusieron de acuerdo por adelantado, antes de ella irse para su posada en Dosbokas.
El martes convenido, La Gitana llegó temprano a la casa. Llevaba puesto un vestido rojo, desteñido, tan largo que le tapaba los pies, y calzaba unos zapatos altísimos que le evitaban pisar el vestido. En una mano cargaba un paraguas negro, desteñido también, y en la otra una bolsa morada, brillante.
Cuando ella llegó yo estaba sentado en un banquito, casi terminando el último plato de mazamorra de mi desayuno de ese día. Después del saludo, La Gitana puso el paraguas y la bolsa en una mesa de madera que había en una parte de la casa que no estaba cercada y que en la práctica era la sala; luego, con sus manos encogió su vestido y se sentó en un taburete de cuero sin pelar. Mi tía se sentó a su lado. Hablando acerca de la asegurada del novio, La Gitana le explicó a mi tía que era necesario hacer que su novio se tragara tres pelos de ella. Los tres pelos debían ser, según La Gitana, uno de la cabeza, uno de la crica y uno del dedo del corazón de su pie derecho. Mi tía miró el dedo del corazón de su pie derecho y verificó que allí no le había salido ningún pelo. Un poco decepcionada, mirando a La Gitana dijo: “Con el pelo de la cabeza no hay problema porque tengo bastante. Con el de la crica tampoco, ahí me sobran. Pero el pelo del dedo del corazón del pie derecho no es posible porque lo tengo más pelado que una botella. Ese tendré que reemplazarlo con uno del culo, que es la única otra parte del cuerpo donde me salen pelos.” La Gitana, al oír eso, soltó una carcajada que le duró un buen rato. Después le explicó que el pelo de la cabeza era para asegurar el espíritu de su novio; el de la crica, dijo ella, era para amañarlo; y el del dedo del pie, para asegurarlo que no pudiera irse. Poco después, las dos se encerraron en el cuarto de mi tía, y allí quedaron cuando yo me fui con mi abuelo a cortar hojas de tabaco.
Por la tarde, cuando mi abuelo y yo regresamos, La Gitana se había ido. Mi tío Daniel, por la docena de huevos que ella había recibido, le llevó el cerdito a Dosbokas. Pocos días después el cerdito se le escapó a La Gitana y regresó a la casa. Mi tío se lo robó y lo vendió en Montería. Un tiempo después, el novio de mi tía se la llevó por varios días, luego regresó con ella, la dejó en la casa y se fue para siempre. En la casa siguieron los problemas, la situación de pobreza siguió lo mismo, el trabajo de La Gitana fue inútil.
Mi familia, internamente, era conflictiva; yo era el más calmado y hacía todo lo posible de hacer mis ‘cosas raras’ sin llamar la atención de la gente. Esa era una de las tantas enseñanzas que me daban Dámaso y Sanapa, que ya para esa época de día andaban conmigo para todas partes, y nunca llegaban a la casa. Pero, por asuntos ajenos a mi voluntad, no siempre podía ocultar mis cosas raras;
una tarde, mi mamá me mandó a buscar agua en un burro. Era verano, el agua para beber había que ir a buscarla a una ciénaga que quedaba retirada de la casa.
En esa época los muchachos peleaban a las trompadas por simple diversión. Yo nunca participaba en peleas, ni siquiera las veía, Sanapa en varias ocasiones me había dicho que pelear era Nó, lo cual se traducía en negativo o no conveniente.
Esa tarde, cuando llegué a la ciénaga, encontré un grupo de muchachos bañándose y jugando en una represa que estaba al lado de esa ciénaga. Cuando ellos me vieron llegar, se salieron del agua y empezaron a molestarme. Todos me conocían pero yo no era amigo de ninguno de ellos. El muchacho mayor del grupo se llamaba Pedro y era casi un hombre; cuando yo empecé a llenar los tanques, él se acercó y dijo: “Rejugao, tienes que darte trompadas con alguno de nosotros; escoge uno que esté parejo contigo para que te des puños con él.”
Por instrucciones de Dámaso le respondí que yo no quería pelear con ninguno de ellos, que era mejor que siguieran jugando en el agua. Pedro, burlándose, dijo que yo no era gallo sino gallina. Todos se rieron, entonces el grandulón llamó a un muchacho que por apodo le decían ‘el Pipe’, que estaba parejo conmigo y que era el único que se había quedado en el agua, nadando. El muchacho no quería salir, pero todos le insistieron que viniera y, cuando se acercó, el grandulón le dijo que peleara conmigo. ‘El Pipe’, bastante indeciso, me preguntó sí quería darme puños con él. Yo le respondí que no quería pelear, y que ninguno de ellos aguantaba una trompada mía. Pedro le dijo a ‘el Pipe’ que me cogiera la barba, cosa que en ese tiempo se consideraba humillante. ‘El Pipe’ no le obedeció, le respondió que él tampoco quería pelear conmigo. Pedro insultó a ‘el Pipe’, le dijo que él también era gallina. ‘El Pipe’ se enojó, le respondió que más gallina era él y que si quería ya mismo se daban trompadas. Pedro se quitó una franela que tenía puesta y le pidió a sus compañeros que hicieran un ruedo. Cuando estuvo listo el ruedo, Pedro se paró en el centro y le dijo a ‘el Pipe’ que viniera, que le iba a poner la mano donde su mamá le había puesto la teta.
‘El Pipe’ estaba mucho más pequeño que pedro y se había ubicado al lado mío, afuera del ruedo y bastante temeroso. Haciendo alarde de bravura Pedro dijo: “Si no vienen acá las dos gallinitas, voy y las levanto a trompadas allá mismo donde están cagadas de miedo.” Dámaso me indicó que le tocara la mano a ‘el Pipe’ y le dijera que peleara. Yo levanté un poco su mano derecha y le dije que tumbara a Pedro con una trompada. ‘El Pipe’, en forma automática, fue al centro del ruedo y le dio una tremenda trompada en la quijada a Pedro. El golpe fue tan fuerte que levantó al grandulón y lo tiró encima de dos de sus compañeros que estaban haciendo el ruedo. Los tres cayeron y los demás se fueron corriendo para la casa de una señora, llamada Tomasa, que vivía cerca de la ciénaga. Luego, ‘el Pipe’ y los dos muchachos que habían caído ayudaron a Pedro a levantarse; después, los cuatro, incluido ‘el Pipe’, se fueron corriendo atrás de sus compañeros.
En ese pleito, sólo intervino Dámaso. Sanapa quería que yo me desocupara rápido, para que le permitiera mirar la ciénaga. Además, él estaba pendiente de la pelea y sabía que no era necesario que participara en ella. Todavía no estábamos prácticos en el manejo de mis sentidos, para poder ver los tres teníamos que mirar por turnitos intermitentes. A Sanapa le dio mucha risa cuando los muchachos se fueron corriendo y, para divertirse más, provocó un brisazo que tumbó muchas cosas de los árboles de la ciénaga y levantó por el aire varias palmas de unas matas de corozo e hizo que se espantaran unas palomas guarumeras, que con el aleteo de la salida hicieron un gran estruendo y aumentaron el susto y el afán de los muchachos. Riéndose, Sanapa dijo: “Pedro sí ir cagado de miedo.”
La señora Tomasa, la vecina de la ciénaga, no andaba con rodeos para decir las cosas. Esa tarde, supe yo después, cuando los muchachos llegaron asustados a su casa y le contaron los detalles de la pelea y de la furiosa borrasca que espantó las palomas, ella les dijo que deberían sentirse agradecidos de estar vivos, y con mayor razón Pedro que había sido el causante de la pelea y que sólo tenía hinchada y torcida la quijada. Añadió que ella había oído decir que yo sabía muchos secretos, que entre otras cosas podía manejar el viento y con él hacer caer los palos para el lado que me diera la gana; y que los pájaros no llegaban al cultivo donde yo estuviera pajareando. Y explicó que, según rumores, los perros en vez de ladrar aullaban cuando yo iba llegando a las casas de sus dueños. ‘El Pipe’ estaba muy asustado y decía que no recordaba haberle pegado a Pedro, lo cual le ponía más misterio al asunto.Entre los muchachos que estaban en la ciénaga había un hijo de la señora Tomasa. Esa tarde ella le aconsejó a su hijo que de ahora en adelante se apartara bien lejos de donde viera a ese muchacho ‘empautado’. Los demás muchachos dijeron que ellos también tomarían ese consejo. No obstante a que yo aún era casi un niño, desde entonces, la gente de la región empezó a tratarme de lejitos, como fiera peligrosa.”
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